El pulso lo marca la banda. Un pulso frenético. Ian Curtis, sobre el escenario, parece extenuado mientras trata de seguirlo, y canta. Es septiembre de 1979, y Joy Division está tocando en vivo para el programa “Something Else” de la BBC. Suena “She’s Lost Control”, y son justamente estas palabras las que Curtis casi suelta antes de ponerse a bailar. El baile es una síntesis del descontrol. Pero también, un síntoma. Mueve los brazos a los costados, pegados al cuerpo y con los puños arriba. Sacude el cuerpo. Mueve la cabeza. Los ojos, a veces, se entrecierran. Y la palabra que vuelve con insistencia es frenesí.
Pero hay otra. Y acá está el síntoma, porque esa otra palabra que vuelve y se impone es epilepsia. Ian Curtis, vocalista y líder de Joy Division, era epiléptico, y lo que hacía cuando bailaba era una suerte de dramatización del shock. Un aura en movimiento.
En la introducción del libro, Jon Savage escribe sobre el líder de la banda y su relación con el escenario: “Ian Curtis podía ofrecer una performance tan intensa que uno se veía obligado a abandonar la sala. La mayoría de los intérpretes mantienen cierta distancia con el público: lo que suele llamarse puesta en escena o manierismo es, en realidad, una necesaria autoprotección psíquica”. Esta especie de puesta en escena protectora, claro, no está en las interpretaciones de Curtis ni en Touching From a Distance. Ian Curtis y Joy Division, la biografía de Deborah Curtis, viuda, groupie y, por momentos, guía de Ian, que es tan cruda y despojada como la música de Joy Division.
El libro es la historia de una juventud condenada. A fines de 1970, Manchester empieza a competir con Liverpool por la movida musical del momento, y ahí, en los barrios periféricos, un grupo de pibes se droga fuerte, lee revistas sobre música y escucha discos de vinilo compulsivamente. De esas tardes de discos, de esas noches de fiestas excéntricas, y sobre todo de la fascinación por los ídolos, sale Ian Curtis. Ahí empieza el libro.
Hay algo estremecedor en el relato. La historia es la del sueño del pibe. Ian Curtis, un adolescente problemático de padres pobres, sueña con ser el líder de una banda punk y descoserla igual que los músicos que admira. Pero también es sumamente autodestructivo. Por eso es que la historia avanza en dos direcciones opuestas: Ian corre atrás de la zanahoria, atrás de la banda, del escenario, de la fama y de la gloria, pero se hunde a cada paso. Se droga demasiado, en el medio convulsiona, se angustia, se aísla. Pero lo que por momentos pone la piel de gallina, lo que estremece un poco, es que todo esto, que se está anunciando todo el tiempo, está narrado por la mujer que, porque lo quiso, lo acompañó siempre.
Y es que nadie le tiene más fe a Ian Curtis que Deborah, su mujer, que parece siempre tan adolescente como él. Es la que le banca los trapos a pesar de todo: a pesar del sometimiento, de los controles, de la humillación y de la fragilidad. Deborah sigue avanzando, sigue narrando y el lector, claro, sigue leyendo. No puede dejar de leer.
El ritmo de la narración es de lo más ágil. Las páginas pasan como si nada, y en eso se ve el trabajo de traducción de Juan Pablo Martese, que mantiene la fluidez y la coloquialidad que se entrevén en el original. El libro, además, viene con algunos bonus tracks: el lector interesado tiene en los apéndices un recorrido muy completo por la historia de Joy Division. Ahí están las letras en inglés, la discografía de la banda y un listado de recitales.
Pero más allá de la música, del exceso, del post-punk, más allá de Ian y Deborah Curtis y de Joy Division, Touching From a Distance es también el relato de una pregunta. Una pregunta que se refiere a lo extraordinario, pero desde la más absoluta humanidad. ¿Qué es un genio? Esa es la cuestión. ¿Qué es un artista incomprendido, un poeta maldito? Y sobre todo: ¿cuál es el costo de la genialidad?, ¿qué hay atrás de todo eso?
La respuesta a estas cuestiones, por suerte, no aparece en el libro. Sí hay algunas puntas: el genio es un producto del mercado, de la sociedad, incluso de la enfermedad. Ninguna de estas respuestas, de todos modos, es concluyente. Para saber, como pasa con los buenos libros, hace falta dejar de leer un rato y preguntarse todo de nuevo.
Touching from a Distance: Ian Curtis y la máscara del self-hate
Nota para Revista Mutt por Marcos Urdapilleta.
El pulso lo marca la banda. Un pulso frenético. Ian Curtis, sobre el escenario, parece extenuado mientras trata de seguirlo, y canta. Es septiembre de 1979, y Joy Division está tocando en vivo para el programa “Something Else” de la BBC. Suena “She’s Lost Control”, y son justamente estas palabras las que Curtis casi suelta antes de ponerse a bailar. El baile es una síntesis del descontrol. Pero también, un síntoma. Mueve los brazos a los costados, pegados al cuerpo y con los puños arriba. Sacude el cuerpo. Mueve la cabeza. Los ojos, a veces, se entrecierran. Y la palabra que vuelve con insistencia es frenesí.
Pero hay otra. Y acá está el síntoma, porque esa otra palabra que vuelve y se impone es epilepsia. Ian Curtis, vocalista y líder de Joy Division, era epiléptico, y lo que hacía cuando bailaba era una suerte de dramatización del shock. Un aura en movimiento.
En la introducción del libro, Jon Savage escribe sobre el líder de la banda y su relación con el escenario: “Ian Curtis podía ofrecer una performance tan intensa que uno se veía obligado a abandonar la sala. La mayoría de los intérpretes mantienen cierta distancia con el público: lo que suele llamarse puesta en escena o manierismo es, en realidad, una necesaria autoprotección psíquica”. Esta especie de puesta en escena protectora, claro, no está en las interpretaciones de Curtis ni en Touching From a Distance. Ian Curtis y Joy Division, la biografía de Deborah Curtis, viuda, groupie y, por momentos, guía de Ian, que es tan cruda y despojada como la música de Joy Division.
El libro es la historia de una juventud condenada. A fines de 1970, Manchester empieza a competir con Liverpool por la movida musical del momento, y ahí, en los barrios periféricos, un grupo de pibes se droga fuerte, lee revistas sobre música y escucha discos de vinilo compulsivamente. De esas tardes de discos, de esas noches de fiestas excéntricas, y sobre todo de la fascinación por los ídolos, sale Ian Curtis. Ahí empieza el libro.
Hay algo estremecedor en el relato. La historia es la del sueño del pibe. Ian Curtis, un adolescente problemático de padres pobres, sueña con ser el líder de una banda punk y descoserla igual que los músicos que admira. Pero también es sumamente autodestructivo. Por eso es que la historia avanza en dos direcciones opuestas: Ian corre atrás de la zanahoria, atrás de la banda, del escenario, de la fama y de la gloria, pero se hunde a cada paso. Se droga demasiado, en el medio convulsiona, se angustia, se aísla. Pero lo que por momentos pone la piel de gallina, lo que estremece un poco, es que todo esto, que se está anunciando todo el tiempo, está narrado por la mujer que, porque lo quiso, lo acompañó siempre.
Y es que nadie le tiene más fe a Ian Curtis que Deborah, su mujer, que parece siempre tan adolescente como él. Es la que le banca los trapos a pesar de todo: a pesar del sometimiento, de los controles, de la humillación y de la fragilidad. Deborah sigue avanzando, sigue narrando y el lector, claro, sigue leyendo. No puede dejar de leer.
El ritmo de la narración es de lo más ágil. Las páginas pasan como si nada, y en eso se ve el trabajo de traducción de Juan Pablo Martese, que mantiene la fluidez y la coloquialidad que se entrevén en el original. El libro, además, viene con algunos bonus tracks: el lector interesado tiene en los apéndices un recorrido muy completo por la historia de Joy Division. Ahí están las letras en inglés, la discografía de la banda y un listado de recitales.
Pero más allá de la música, del exceso, del post-punk, más allá de Ian y Deborah Curtis y de Joy Division, Touching From a Distance es también el relato de una pregunta. Una pregunta que se refiere a lo extraordinario, pero desde la más absoluta humanidad. ¿Qué es un genio? Esa es la cuestión. ¿Qué es un artista incomprendido, un poeta maldito? Y sobre todo: ¿cuál es el costo de la genialidad?, ¿qué hay atrás de todo eso?
La respuesta a estas cuestiones, por suerte, no aparece en el libro. Sí hay algunas puntas: el genio es un producto del mercado, de la sociedad, incluso de la enfermedad. Ninguna de estas respuestas, de todos modos, es concluyente. Para saber, como pasa con los buenos libros, hace falta dejar de leer un rato y preguntarse todo de nuevo.