En “Carta a mi padre”, Franz Kafka describe el miedo que sentía por su progenitor y enumera los comportamientos paternos que lo llevaron a la inhibición y la nulidad. De forma más cruda y brutal, el libro Mierda del polaco Wojciech Kuczok puede leerse también como una carta al padre. La idea fija de la novela es el viejo K., personaje al que siempre se regresa por una vía u otra, lugar donde empiezan y confluyen todos los desvíos del libro, como si fuera imposible escapar de su omnipresencia familiar, de su locura cotidiana, y que, látigo en mano, somete a su hijo a continuas sesiones de tortura.
Menos analítica y profunda que la carta de Kafka, esta deriva por tres momentos de una vida (la novela se divide en una tríada de capítulos: “Antes”, “Entonces” y “Después”) constituye una educación en la crueldad y una mirada sobre la naturalización de las relaciones autoritarias entre padres e hijos. En cierta forma, se trata de una historia recurrente en distintas épocas y regiones, una especie de estructura clásica, de trama reconocible, de forma vincular repetida que hace que Mierda se pueda leer de manera extemporánea (uno de los efectos más perturbadores del libro es que en más de un pasaje se pierden las coordenadas temporales, y cualquier momento en el que estuviera situada sería compatible). Al fin de cuentas, la violencia de un padre sobre un hijo es un sintagma que encuentra equivalente en todas las lenguas y culturas.
Sin embargo, la violencia que sufre el hijo en Mierda no es solo una violencia familiar (ejecutada por el padre, legitimada a través de la omisión por la madre) sino una violencia de las instituciones en general. Y la familia es la primera institución que le hace sentir el rigor de los golpes y el desprecio al hijo, pero no será la única. Ahí están la escuela y el sanatorio, otros dos espacios que se tornan insufribles para el personaje, donde es hostigado y agredido, y donde no puede defenderse de ningún modo. En cierta forma, es un personaje desprovisto de las herramientas y los hábitos, de las reacciones y actitudes, necesarias para sobrevivir en esos lugares donde una y otra vez termina siendo sometido.
La violencia del relato, de los hechos referidos, impregna a la violencia formal que adopta la frase de Kuczok; un tipo de frase arisca, silvestre, incorregible. La novela parece proyectar una imagen propia del expresionismo alemán, mezcla de deformidad y tristeza, de miseria y locura; un decadentismo íntimo.
Hay en Mierda un juego tipográfico que reafirma su condición expresiva. Las palabras “este” y “esta” aparecen casi siempre en un cuerpo de letra más grande. Pero también sufren ese tratamiento otras palabras claves como “desaparecer”, “correspondía” o “limpiar”. Palabras-llaves, palabras en relieve, que de un modo impreciso (y hasta aleatorio) parecen ir cifrando otra escritura o, al menos, otra dimensión en la cual leer la novela. Esos términos que irrumpen y gritan desde la página se convierten en hipervínculos vacíos, en significantes más grandes que aquello que el lector puede leer, que señalan un plus de sentido tan evidente como solapado.
El odio por el padre es tan fuerte que lleva al hijo a suplicar cada día que estalle una guerra con el único objetivo de alistarse en el bando contrario al del padre, para así, amparado por la ley marcial, poder matar a tiros al viejo K. De esa clase de odio, de esa clase de desprecio casi edípico (matar al padre), se nutre Mierda, un gran basurero sentimental.
Por un decadentismo íntimo
Nota para Revista Ñ por Leonardo Sabatella.
En “Carta a mi padre”, Franz Kafka describe el miedo que sentía por su progenitor y enumera los comportamientos paternos que lo llevaron a la inhibición y la nulidad. De forma más cruda y brutal, el libro Mierda del polaco Wojciech Kuczok puede leerse también como una carta al padre. La idea fija de la novela es el viejo K., personaje al que siempre se regresa por una vía u otra, lugar donde empiezan y confluyen todos los desvíos del libro, como si fuera imposible escapar de su omnipresencia familiar, de su locura cotidiana, y que, látigo en mano, somete a su hijo a continuas sesiones de tortura.
Menos analítica y profunda que la carta de Kafka, esta deriva por tres momentos de una vida (la novela se divide en una tríada de capítulos: “Antes”, “Entonces” y “Después”) constituye una educación en la crueldad y una mirada sobre la naturalización de las relaciones autoritarias entre padres e hijos. En cierta forma, se trata de una historia recurrente en distintas épocas y regiones, una especie de estructura clásica, de trama reconocible, de forma vincular repetida que hace que Mierda se pueda leer de manera extemporánea (uno de los efectos más perturbadores del libro es que en más de un pasaje se pierden las coordenadas temporales, y cualquier momento en el que estuviera situada sería compatible). Al fin de cuentas, la violencia de un padre sobre un hijo es un sintagma que encuentra equivalente en todas las lenguas y culturas.
Sin embargo, la violencia que sufre el hijo en Mierda no es solo una violencia familiar (ejecutada por el padre, legitimada a través de la omisión por la madre) sino una violencia de las instituciones en general. Y la familia es la primera institución que le hace sentir el rigor de los golpes y el desprecio al hijo, pero no será la única. Ahí están la escuela y el sanatorio, otros dos espacios que se tornan insufribles para el personaje, donde es hostigado y agredido, y donde no puede defenderse de ningún modo. En cierta forma, es un personaje desprovisto de las herramientas y los hábitos, de las reacciones y actitudes, necesarias para sobrevivir en esos lugares donde una y otra vez termina siendo sometido.
La violencia del relato, de los hechos referidos, impregna a la violencia formal que adopta la frase de Kuczok; un tipo de frase arisca, silvestre, incorregible. La novela parece proyectar una imagen propia del expresionismo alemán, mezcla de deformidad y tristeza, de miseria y locura; un decadentismo íntimo.
Hay en Mierda un juego tipográfico que reafirma su condición expresiva. Las palabras “este” y “esta” aparecen casi siempre en un cuerpo de letra más grande. Pero también sufren ese tratamiento otras palabras claves como “desaparecer”, “correspondía” o “limpiar”. Palabras-llaves, palabras en relieve, que de un modo impreciso (y hasta aleatorio) parecen ir cifrando otra escritura o, al menos, otra dimensión en la cual leer la novela. Esos términos que irrumpen y gritan desde la página se convierten en hipervínculos vacíos, en significantes más grandes que aquello que el lector puede leer, que señalan un plus de sentido tan evidente como solapado.
El odio por el padre es tan fuerte que lleva al hijo a suplicar cada día que estalle una guerra con el único objetivo de alistarse en el bando contrario al del padre, para así, amparado por la ley marcial, poder matar a tiros al viejo K. De esa clase de odio, de esa clase de desprecio casi edípico (matar al padre), se nutre Mierda, un gran basurero sentimental.