¿Qué es el arte sonoro? ¿Porque no es siempre suficiente hablar de “música”? La locución podría a primera vista parecer una paráfrasis inútil: ¿No es acaso la música el arte de los sonidos por excelencia? Replicando el modelo de otras denominaciones como “artes plásticas” o “artes escénicas”, el título “arte sonoro” reivindica una ambición abarcativa.
En el primer caso, se habla tanto de pintura, de fotografía y de escultura como de instalaciones. En el segundo, se hace referencia a todas las manifestaciones que se desarrollan en escena, del teatro a la performance, pasando por la danza, el circo, el teatro acrobático, el teatro danza, entre otros.
“Arte sonoro” por su lado también sugiere que hay más para nombrar que el fenómeno musical en sí mismo. Por cierto, una gran diversidad de nuevas prácticas explora la confluencia entre modalidades artísticas variadas (artes visuales, escénicas, multimediales…) y el sonido como elemento primero y columna vertebral de estas nuevas creaciones. Las fronteras se borran a medida que se integran las artes entre sí.
Sin embargo, en el siglo XXI, la categoría es asumida como tal. Buenos Aires ha visto nacer su Centro de Arte Sonoro. Varias universidades le dedican espacios y formaciones, como por ejemplo el Área de Artes Sonoras de la Universidad Nacional de San Martín.
Marginal en su origen, fruto de investigaciones a menudo autodidactas, el arte sonoro conoce hoy un mayor desarrollo y sus prácticas se diversifican: instalaciones site-specific, performances, objetos, lutheria diy (do it yourself), paisajes, ambientes y radio-arte, son algunas de sus formas. La escritura y la partitura no están en el centro ni son esenciales en estas nuevas obras. Sin embargo, esas búsquedas influencian a los compositores que trabajan con la notación musical. El diálogo y los puentes están abiertos entre ambas maneras de jugar con los sonidos.
Es imposible excluir la música de las artes sonoras, en plural. Esta amalgama hace a veces difícil distinguir entre ambos conceptos. No obstante, un punto muy concreto de disyunción entre estas prácticas -relativamente- nuevas y la música permite identificarlos: sus distintas relaciones con el tiempo.El arte sonoro llega cuando el sonido se desconecta del tiempo musical. Todas las músicas tienen un denominador en común: el tiempo fluido.
Cualquiera sea su género, su estilo, su época, su instrumentación, su duración, la cultura en la cual nace y se reproduce, toda música tiene en común con las otras tener un principio y un fin, umbrales entre los cuales se desarrolla lo que la informática musical nombra “la línea de tiempo”. La música es el arte de combinar sonidos en acción en el espacio temporal que separa la irrupción de la obra de su salida de la escena sonora.
En este sentido, la música es un arte dramático. Consideremos un simple toque de gong: un golpe inicial, luego un despliegue del espectro armónico que se evapora progresivamente. El oído escucha esta curva como el ojo seguiría una trayectoria, en la expectativa del silencio final. Cuanto más vibrante y fascinante ha sido la eclosión sonora, mayor atención logra.
Este esquema formal “dramático” se encuentra a gran escala en toda pieza musical. El juego consiste en seguir los sucesivos cambios de situación. Esta direccionalidad de la composición es notable cuando el lenguaje se articula en temas o melodías. Lo solemos metaforizar como “discurso” o “narración”, aún cuando la música sea totalmente abstracta y no acompañe a ningún texto ni argumento.
En el caso de músicas contemporáneas atemáticas e impredecibles, se trata de “eventos sonoros” que entraman el hilo del tiempo. Los contrastes son siempre marcadores de la acción. Aún en el caso de músicas repetitivas, minimalistas, y también texturales, cuando los parámetros sonoros son alisados al máximo llegando a resultados casi hipnóticos, el tiempo en marcha sigue siendo por esencia el soporte de la forma. Cada obra desarrolla sus relieves propios, apreciables únicamente bajo el efecto del factor tiempo. La música es móvil: sus materiales se modifican permanentemente a medida que avanza sobre la línea temporal. La estructura de la obra, su esqueleto, es la sucesión de sus mutaciones, inseparable del tiempo en acción.
Sin embargo, el siglo XX es la historia de las transgresiones. Romper los marcos, denegar las convenciones, pulverizar las expectativas para ceder el lugar a territorios de la imaginación vírgenes: los artistas y compositores buscan un más allá, siempre más lejos, inaudito.
La exploración del sonido en sí, liberada de los límites temporales, es un objeto de investigaciones recurrente. Luego de los paisajes sonoros de un Murray Schafer, las instalaciones sonoras son expresiones radicales de estas búsquedas. El tiempo musical se suspende, quedando fuera del juego.
La sala de concierto ya no es el único lugar donde deleitar los oídos y su especial sensibilidad. Estas obras sonoras, invisibles, intangibles y sin embargo perceptibles únicamente en el espacio, encuentran un lugar adecuado, por ejemplo, en el museo.
La inquietud de Nicolás Verchausky acompañaba este verano la impactante Cabeza de Golliat de metal de Eduardo Basualdo colgada del techo de la Usina del Arte de Buenos Aires: el espacio sonoro se hallaba envolvente y casi palpable. Verchausky logró disolver todo los puntos de anclaje auditivos para dar la impresión de una caída perpetua. Sin principio ni final, la obra se desarrolla en bucle. Inmersiva, eventualmente en interacción con el público, a menudo concebida gracias a nuevas tecnologías, la instalación sonora es abierta, hecha del instante presente.
Es desconectada del tiempo medible, de este tiempo a través del cual la música, por su lado, avanza hacia un destino final. Aquí, la experiencia es individual; el público entra y sale cuando lo desea. Explora el volumen sonoro como visitaría un espacio, a su ritmo. No hay más trama musical que circule a través del tiempo sino oyentes que recorren un espacio sonoro.
La instalación site-specific, independiente de todo desarrollo dramático, se encuentra en el cruce de otras artes, y obliga a renovar el vocabulario. Ahí es cuando el hecho creativo relativo al sonido ya no solo se puede calificar como “música” y cuando aparece “el arte sonoro”.
A veces, los artistas juegan simplemente con los fenómenos acústicos del mundo cotidiano, llamando la atención sobre el fondo sonoro olvidado o denegado de los lugares que atravesamos. Haciéndolos poéticos. Demuestran que los ruidos ambientales son materiales fértiles para la imaginación. El mundo cotidiano se mestiza entonces con el imaginario de cada uno, así como en la obra Constelacionesde Esteban Gonzalez en la cual el artista mezcla las vibraciones de baldes de metal y las cristalinas melodías de cajitas de música con sutiles efectos de granulación sonora.
¿Habrá entonces que hablar literalmente de “arte de los ruidos”? ¿O sería solo un oxímoron provocador?
Es lo que preconizaba, ya en 1913, el adelantado pintor futurista Luigi Russolo (1885-1947) en su manifiesto El arte de los ruidos cuya primera publicación traducida al español acaba de salir en Argentina por la editora Dobra Robota. Russolo era un convencido de que la metamorfosis del medio ambiente sonoro debido a la omnipresencia de las máquinas transforma nuestra sensibilidad auditiva: “Hoy, nuestro oído educado por la vida moderna reclama siempre emociones acústicas más y más intensas”.
Más allá de la escalada innegable en las actuales escenas de recitales o bailables desmedidamente amplificadas, es en término de variedad de timbres que Russolo pensaba su revolución futurista, que marcaría el paso de la era del sonido musical a la del ruido musical.
Lo que suena provocativo se ha convertido en realidad. Los sonidos concretos han penetrado y se han instalado en la esfera musical. Considerados en lo cotidiano como daños colaterales de nuestra época consumista, estos deshechos invisibles y molestos se convierten en sonido-ruido bajo la batuta del futurista. Y muchos compositores actuales ven ahí un potencial tímbrico inaudito e imperdible.“Hoy el ruido triunfa y reina soberano sobre la sensibilidad de los hombres”
Russolo, pintor de profesión, músico amateur visionario, de oído ultra-sensible e imaginativo, puesto en los sonidos del mundo moderno, la mirada decididamente puesta sobre el futuro, escuchaba la riqueza de los ruidos.
Con una libertad sin complejos, Russolo construyó instrumentos que reproducían ruidos que lo fascinaban como el del motor a explosión. Sciappatore, crepitatorre, ronzatore, stropicciatore conformarían el nuevo instrumentarium, acorde a la época industrial. Junto a su amigo pintor y escultor futurista Umberto Boccioni, buscó superar los límites del espacio a través del concepto de continuidad, partiendo de las teorías de Henri Bergson. Los sonidos fluidos son movimiento y expresan el continuum del espacio-tiempo. Los intonarumori permitían buscar efectos de glissandi continuos con los cuales Russolo buscaba una música que se deslizara permanentemente.
Llegó a montar con sus intonarumori una “orquesta del futuro”. La descripción del escándalo montado por los tradicionalistas profesores del conservatorio de Milán en su primera presentación es irresistiblemente cómica. La lectura de este pequeño libro donde otros textos de Russolo acompañan su manifiesto nos sumerge, más de un siglo después, en la efervescencia vanguardista y transmite con una sorprendente actualidad el trepidante entusiasmo y los pensamientos tajantes de este radical e idealista futurista italiano, ávido de experiencias sensibles revolucionarias. La invitación a vivir con él esta aventura de pionero convencido y provocador es apasionante.
Medio siglo después, la naciente electrónica musical le rindió el primer homenaje con la invención por Pierre Schaeffer de la música concreta, compuesta combinando grabaciones de ruidos del medioambiente, y la idea siguió y sigue su camino a través de búsquedas tímbricas totalmente liberadas de prejuicios, tanto en la música como en el arte sonoro.
Música, arte sonoro y arte de los ruidos: el legado de Luigi Russolo
Nota para Infobae por Julia Mann.
¿Qué es el arte sonoro? ¿Porque no es siempre suficiente hablar de “música”? La locución podría a primera vista parecer una paráfrasis inútil: ¿No es acaso la música el arte de los sonidos por excelencia? Replicando el modelo de otras denominaciones como “artes plásticas” o “artes escénicas”, el título “arte sonoro” reivindica una ambición abarcativa.
En el primer caso, se habla tanto de pintura, de fotografía y de escultura como de instalaciones. En el segundo, se hace referencia a todas las manifestaciones que se desarrollan en escena, del teatro a la performance, pasando por la danza, el circo, el teatro acrobático, el teatro danza, entre otros.
“Arte sonoro” por su lado también sugiere que hay más para nombrar que el fenómeno musical en sí mismo. Por cierto, una gran diversidad de nuevas prácticas explora la confluencia entre modalidades artísticas variadas (artes visuales, escénicas, multimediales…) y el sonido como elemento primero y columna vertebral de estas nuevas creaciones. Las fronteras se borran a medida que se integran las artes entre sí.
Sin embargo, en el siglo XXI, la categoría es asumida como tal. Buenos Aires ha visto nacer su Centro de Arte Sonoro. Varias universidades le dedican espacios y formaciones, como por ejemplo el Área de Artes Sonoras de la Universidad Nacional de San Martín.
Marginal en su origen, fruto de investigaciones a menudo autodidactas, el arte sonoro conoce hoy un mayor desarrollo y sus prácticas se diversifican: instalaciones site-specific, performances, objetos, lutheria diy (do it yourself), paisajes, ambientes y radio-arte, son algunas de sus formas. La escritura y la partitura no están en el centro ni son esenciales en estas nuevas obras. Sin embargo, esas búsquedas influencian a los compositores que trabajan con la notación musical. El diálogo y los puentes están abiertos entre ambas maneras de jugar con los sonidos.
Es imposible excluir la música de las artes sonoras, en plural. Esta amalgama hace a veces difícil distinguir entre ambos conceptos. No obstante, un punto muy concreto de disyunción entre estas prácticas -relativamente- nuevas y la música permite identificarlos: sus distintas relaciones con el tiempo. El arte sonoro llega cuando el sonido se desconecta del tiempo musical. Todas las músicas tienen un denominador en común: el tiempo fluido.
Cualquiera sea su género, su estilo, su época, su instrumentación, su duración, la cultura en la cual nace y se reproduce, toda música tiene en común con las otras tener un principio y un fin, umbrales entre los cuales se desarrolla lo que la informática musical nombra “la línea de tiempo”. La música es el arte de combinar sonidos en acción en el espacio temporal que separa la irrupción de la obra de su salida de la escena sonora.
En este sentido, la música es un arte dramático. Consideremos un simple toque de gong: un golpe inicial, luego un despliegue del espectro armónico que se evapora progresivamente. El oído escucha esta curva como el ojo seguiría una trayectoria, en la expectativa del silencio final. Cuanto más vibrante y fascinante ha sido la eclosión sonora, mayor atención logra.
Este esquema formal “dramático” se encuentra a gran escala en toda pieza musical. El juego consiste en seguir los sucesivos cambios de situación. Esta direccionalidad de la composición es notable cuando el lenguaje se articula en temas o melodías. Lo solemos metaforizar como “discurso” o “narración”, aún cuando la música sea totalmente abstracta y no acompañe a ningún texto ni argumento.
En el caso de músicas contemporáneas atemáticas e impredecibles, se trata de “eventos sonoros” que entraman el hilo del tiempo. Los contrastes son siempre marcadores de la acción. Aún en el caso de músicas repetitivas, minimalistas, y también texturales, cuando los parámetros sonoros son alisados al máximo llegando a resultados casi hipnóticos, el tiempo en marcha sigue siendo por esencia el soporte de la forma. Cada obra desarrolla sus relieves propios, apreciables únicamente bajo el efecto del factor tiempo. La música es móvil: sus materiales se modifican permanentemente a medida que avanza sobre la línea temporal. La estructura de la obra, su esqueleto, es la sucesión de sus mutaciones, inseparable del tiempo en acción.
Sin embargo, el siglo XX es la historia de las transgresiones. Romper los marcos, denegar las convenciones, pulverizar las expectativas para ceder el lugar a territorios de la imaginación vírgenes: los artistas y compositores buscan un más allá, siempre más lejos, inaudito.
La exploración del sonido en sí, liberada de los límites temporales, es un objeto de investigaciones recurrente. Luego de los paisajes sonoros de un Murray Schafer, las instalaciones sonoras son expresiones radicales de estas búsquedas. El tiempo musical se suspende, quedando fuera del juego.
La sala de concierto ya no es el único lugar donde deleitar los oídos y su especial sensibilidad. Estas obras sonoras, invisibles, intangibles y sin embargo perceptibles únicamente en el espacio, encuentran un lugar adecuado, por ejemplo, en el museo.
La inquietud de Nicolás Verchausky acompañaba este verano la impactante Cabeza de Golliat de metal de Eduardo Basualdo colgada del techo de la Usina del Arte de Buenos Aires: el espacio sonoro se hallaba envolvente y casi palpable. Verchausky logró disolver todo los puntos de anclaje auditivos para dar la impresión de una caída perpetua. Sin principio ni final, la obra se desarrolla en bucle. Inmersiva, eventualmente en interacción con el público, a menudo concebida gracias a nuevas tecnologías, la instalación sonora es abierta, hecha del instante presente.
Es desconectada del tiempo medible, de este tiempo a través del cual la música, por su lado, avanza hacia un destino final. Aquí, la experiencia es individual; el público entra y sale cuando lo desea. Explora el volumen sonoro como visitaría un espacio, a su ritmo. No hay más trama musical que circule a través del tiempo sino oyentes que recorren un espacio sonoro.
La instalación site-specific, independiente de todo desarrollo dramático, se encuentra en el cruce de otras artes, y obliga a renovar el vocabulario. Ahí es cuando el hecho creativo relativo al sonido ya no solo se puede calificar como “música” y cuando aparece “el arte sonoro”.
A veces, los artistas juegan simplemente con los fenómenos acústicos del mundo cotidiano, llamando la atención sobre el fondo sonoro olvidado o denegado de los lugares que atravesamos. Haciéndolos poéticos. Demuestran que los ruidos ambientales son materiales fértiles para la imaginación. El mundo cotidiano se mestiza entonces con el imaginario de cada uno, así como en la obra Constelaciones de Esteban Gonzalez en la cual el artista mezcla las vibraciones de baldes de metal y las cristalinas melodías de cajitas de música con sutiles efectos de granulación sonora.
¿Habrá entonces que hablar literalmente de “arte de los ruidos”? ¿O sería solo un oxímoron provocador?
Es lo que preconizaba, ya en 1913, el adelantado pintor futurista Luigi Russolo (1885-1947) en su manifiesto El arte de los ruidos cuya primera publicación traducida al español acaba de salir en Argentina por la editora Dobra Robota. Russolo era un convencido de que la metamorfosis del medio ambiente sonoro debido a la omnipresencia de las máquinas transforma nuestra sensibilidad auditiva: “Hoy, nuestro oído educado por la vida moderna reclama siempre emociones acústicas más y más intensas”.
Más allá de la escalada innegable en las actuales escenas de recitales o bailables desmedidamente amplificadas, es en término de variedad de timbres que Russolo pensaba su revolución futurista, que marcaría el paso de la era del sonido musical a la del ruido musical.
Lo que suena provocativo se ha convertido en realidad. Los sonidos concretos han penetrado y se han instalado en la esfera musical. Considerados en lo cotidiano como daños colaterales de nuestra época consumista, estos deshechos invisibles y molestos se convierten en sonido-ruido bajo la batuta del futurista. Y muchos compositores actuales ven ahí un potencial tímbrico inaudito e imperdible.“Hoy el ruido triunfa y reina soberano sobre la sensibilidad de los hombres”
Russolo, pintor de profesión, músico amateur visionario, de oído ultra-sensible e imaginativo, puesto en los sonidos del mundo moderno, la mirada decididamente puesta sobre el futuro, escuchaba la riqueza de los ruidos.
Con una libertad sin complejos, Russolo construyó instrumentos que reproducían ruidos que lo fascinaban como el del motor a explosión. Sciappatore, crepitatorre, ronzatore, stropicciatore conformarían el nuevo instrumentarium, acorde a la época industrial. Junto a su amigo pintor y escultor futurista Umberto Boccioni, buscó superar los límites del espacio a través del concepto de continuidad, partiendo de las teorías de Henri Bergson. Los sonidos fluidos son movimiento y expresan el continuum del espacio-tiempo. Los intonarumori permitían buscar efectos de glissandi continuos con los cuales Russolo buscaba una música que se deslizara permanentemente.
Llegó a montar con sus intonarumori una “orquesta del futuro”. La descripción del escándalo montado por los tradicionalistas profesores del conservatorio de Milán en su primera presentación es irresistiblemente cómica. La lectura de este pequeño libro donde otros textos de Russolo acompañan su manifiesto nos sumerge, más de un siglo después, en la efervescencia vanguardista y transmite con una sorprendente actualidad el trepidante entusiasmo y los pensamientos tajantes de este radical e idealista futurista italiano, ávido de experiencias sensibles revolucionarias. La invitación a vivir con él esta aventura de pionero convencido y provocador es apasionante.
Medio siglo después, la naciente electrónica musical le rindió el primer homenaje con la invención por Pierre Schaeffer de la música concreta, compuesta combinando grabaciones de ruidos del medioambiente, y la idea siguió y sigue su camino a través de búsquedas tímbricas totalmente liberadas de prejuicios, tanto en la música como en el arte sonoro.
Fuente: Infobae